Saga Macross - Doomsday1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 Capitulo 8El amor, como el tamaño, había perdido todo el significado... el amor era una maniobra de batalla, el besar era una táctica de distracción. La única entre nosotros que parecía saber algo sobre esa emoción inexplicable era Miriya, casada con la beba que ella había dado a luz tanto como lo esta-ba con Max. Recopilación de los registros del almirante Rick Hunter. Los informes de Max y Miriya verificaron el éxito de la tercera fase de la artimaña. Breetai razonó (correctamente, como se vería) que Reno se iba a retirar sólo lo suficientemente lejos del centro de mando del crucero para restablecerse y sonar la alerta general. Era posible que la táctica del tercer acto lo hubiera convencido de rendirse –y de hecho, Breetai estaba más que ansioso de darle el beneficio de la duda antes de montar un ataque a gran escala contra el muy custodiado satélite– pero era improbable. En su estación de trabajo, bien debajo de la mirada pensativa de Breetai, Claudia Grant se rió. –No puedo imaginar por qué la tripulación de Reno reaccionó así –le estaba diciendo a Lisa Hayes–. Yo pienso que la bebita de Max y Miriya es muy bonita, ¿no crees? –Oh, basta, Claudia –dijo Lisa. Breetai notó que el comandante Hunter parecía un poco debilitado por el beso que protagonizó con Lisa antes de que él saliera corriendo del puente. Breetai pensó que no era de asombrarse que Hunter hubiera expresado semejante repugnancia inicial. Obviamente, besar es algo que no debe tomarse a la ligera. –Ninguna de ustedes debe subestimar la capacidad de la oposición –Breetai le advirtió a las humanas, poniendo un rápido fin a los chistes–. Informa a tus pilotos de mecas que queden en espera. Claudia cumplió de inmediato, y le ordenó a los escuadrones Blue, Green y Brown que fueran a sus plataformas de lanzamiento. Y menos de un minuto más tarde Max informó que Reno había requerido un contraataque; él y Miriya iban a escapar. ¡Dana! –recordó Claudia, de repente llena de preocupación. –¡Lancen todos los mecas! –bramó Breetai. Los mecas humanos y zentraedis despegaron desde las bahías del buque de guerra mientras las naves de la flota de Reno se amontonaban para el ataque. Rick llevó su pequeño escuadrón de siete Veritechs contra ellos, codo a codo con los Battlepods zentraedis con forma de avestruz, trimotores y naves de persecución. Dos años habían pasado desde que él se había enfrentado con un enemigo en el espacio, pero de pronto sintió como si no hubiera pasado el tiempo. El silencio, las explosiones esféricas de la gravedad cero que florecían en la noche como flores mortales; el brillo espeluznante del fuego de los propulsores, la luz trémula de las estrellas, la cacofonía que fluía en su casco a través de la red táctica –una sinfonía alucinatoria de órdenes aterradas, advertencias frenéticas y gritos finales. Sabía que iba a necesitar despejar su mente de todos los pensamientos, de los decentes o de los otros, para superar esto ileso. Aquí afuera los pensamientos eran el enemigo número uno de un piloto porque siempre impedían la interfaz productiva con el Veritech. Por eso liberó todo eso –las preguntas que todavía estaban ahí después de cuatro años de combate, los rostros de aquellos que quedaron atrás–, y el meca recogió esa vibración que se transmitía a través de los guantes tachonados con sensores y de la “gorra pensante” hacia su corazón de protocultura, y lo llevó una vez más a través de las puertas del infierno.
–¡No quiero tus excusas! –gritó Reno, azotando su puño sobre la subestación de la consola, un elaborado centro de mando incluso para los estándares zentraedis, de color salmón y diseño orgánico con no menos de una docena de pantallas de monitor redondas–. ¡Ahora ordénale a tus soldados que vayan a sus estaciones de batalla! ¡¿Entiendes?! La cara del teniente pelirrojo de Reno pareció empalidecer en el rayo proyector. Levantó sus manos temblorosas a la vista. –¡Pero señor, nuestras tropas están aterradas por la contaminación microniana! –¡Tonterías! –aulló Reno–. ¡Tienes tus órdenes: destruye los mecas infectados enseguida! ¡He dicho!
Breetai observó el rayo proyector. La flota de Reno se había formado tontamente sobre el propio crucero del comandante, cercándose sola en las miras mortales de Breetai. Mucho más fácil, entonces –pensó. Antiguamente la fuerza del condicionamiento de Breetai habría hecho que tal cosa fuera imposible, pero la campaña que se dirigió contra la fortaleza dimensional de Zor había alterado la imperativa zentraedi más allá del reconocimiento. Permanecer en el lado de los Amos Robotech era ser el enemigo de Breetai. –Cuando yo dé la orden, Exedore... –dijo el comandante.
Los propulsores laterales del Skull Uno alejaron al Veritech de la arena –por el momento. Todavía había media docena de Battlepods tras él rayando el espacio con los disparos furiosos de sus cañones, ¡y esos tipos estaban de su lado! Por supuesto que los pods enemigos eran una preocupación, ¡pero los disparos aleatorios enloquecidos de las tropas de Breetai eran algo serio! A partir del sonido de los chillidos y los comentarios que llegaban por la red, Rick supo que él no era el único que temía. Sin advertencia previa del puente, ya habían armado el cañón principal de la nave de guerra. Unos pun-tos de luz deslumbradora habían hecho erupción a través de la nariz chata del furgón de batalla; pronto, Rick lo sabía de las batallas anteriores, una parte letal de muerte anaranjada saldría de cada uno de esos puntos para agujerear sus blancos con una fuerza incalculable. La nave de Breetai estaba dentro del alcance de quemarropa de Reno, apuntando a la proa de la nave menor donde se localizaban el puente y la sección de astrostática. Rick siguió en la red táctica para advertirle a sus compañeros pilotos que se pusieran a resguardo, y rezó por que Max y Miriya hubieran escapado a salvo.
La fábrica satélite robotech, con sus módulos secundarios como lunas pequeñas, giraba lentamente sobre su eje –era un pequeño mundo en sí, apenas visible ahora en la luz deslumbrante de mil novas diminutas. Miriya sostenía a Dana sobre su regazo y su mano derecha aferraba el HOTAS del Veritech. Los fogonazos de luz estroboscópica lanzaron rojos encendidos y amarillos ardientes en la cabina. En ninguna otra batalla (y había habido muchas) la había poseído semejante furia. Ni siquiera esa pelea aérea esporádica que ella había emprendido contra Max se podía comparar con la intensidad y la necesidad que sentía ahora. Era como si todo su cuerpo estuviera reviviendo por la causa; como si la pequeña vida que sostenía en sus brazos fuera el tesoro más precioso que el universo pudiera ofrecer, una vida que valía la pena preservarla a toda costa... Ella y Max habían salido de la nave de Reno, pero estaban lejos de estar a salvo. –¡Proyectiles enemigos en dirección 977L! –Claudia le dijo a través de la red táctica sin ocultar la alarma en su voz–. ¡Dos trimotores intentan interceptar! –¡Cuidado, Max! –dijo Miriya, tan afligida su seguridad como lo estaba por la de Dana–. ¡Los tengo! Apretó el botón del gatillo en el HOTAS y liberó cuatro buscadores de calor de punta blanca que se soltaron de los tubos de proyectiles del Veritech. Ellos dieron con uno de los trimotores y lo volaron en pedazos, mientras que la segunda nave desapareció debajo de la de Miriya. Ella encendió los rayos láser de la parte inferior cuando el enemigo hizo su pasada; la luz intensificada quemó la cabina del trimotor y lo hizo retirar. Miriya oyó que Max soltaba un suspiro de alivio y le agradecía. Ella devolvió el suspiro y aferró a Dana con más fuerza; la beba movió sus brazos alegremente hacia el feroz espectáculo.
–¡Fuego! –dijo Breetai. Una lluvia de energía sobrecargada se soltó de la nariz del buque de guerra para converger en la nave de Reno; los disparos individuales pasaron a través de él como si no estuviera allí. Y en menos de un segundo, no lo estuvo –su armazón quedó desollado, su proa reventó y no pudo auto-repararse. Como una ballena que se tragó un cartucho de dinamita –pensó Rick. Imaginó la veloz muerte de Reno: la energía brillante como una ventisca de nieve que lo eliminaba de la vida... –¡Justo enfrente! –dijo uno de sus escoltas a través de la red. Rick clavó la vista en un enjambre de Officer’s Pods, trimotores y Battlepods tácticos. –Disparen todos los misiles de protones cuando yo lo ordene –le dijo su escuadra–. ¡Ahora! Cientos de misiles salieron de sus pilones y de los tubos de sus fuselajes, se dirigieron hacia el medio de la nube enemiga y eliminaron a caza tras caza. Entretanto, los cañoneros de Breetai habían soltado descargas sucesivas contra dos buques de guerra más de la que una vez había sido la flota de Reno. Las explosiones iluminaron el espacio local como un breve nacimiento de soles y los casquillos robotech flotaban abandonados en la oscuridad perpetua. En el balcón de observación, Breetai estaba parado rígido con sus manos detrás de la espalda, mirando con indiferencia las vistas de la batalla del rayo proyector. La victoria estaba asegurada: un golpe más asestado contra los Amos. Pero era consciente de que este era un triunfo menor en la guerra que algún día se desataría a las puertas de la Tierra, y por más brillante que pudiera parecer este momento, él iba a ser inservible cuando ese día llegara... –Líder de escuadrón pidiendo ayuda en el Tercer Cuadrante –interrumpió uno de sus oficiales. –¿Está listo el cañón de neutrones? –preguntó Breetai. –Ochenta por ciento –Claudia informó concisamente. –Tenemos la fijación y el enfoque positivo del rayo rastreador de partículas de fotones –agregó Lisa; los esquemas de su monitor mostraban un mapa estelar cubierto de garabatos–. Todos los Veritechs y los pods han despejado el campo de fuego. –Intercambio de neutrones completo –actualizó Claudia. Los labios de Breetai se volvieron una línea delgada. –Saneen el área –ordenó.
Rick llevó a su escuadra –Max y Miriya ya estaban entre ellos– a las coordenadas seguras que Lisa le había proporcionado. Cuando oyó que daban la señal de partida para el cañón de neutrones le echó una mirada a la nave de Breetai, esperando presenciar una emanación de energía que haría que todas las descargas anteriores palidecieran en comparación. Pero no vio ninguna señal de fuego, sólo el efecto aterrador y horrendo del rayo de partículas invisible: casi todos los mecas en la línea de fuego del cañón quedaron desintegrados. Algunos explotaron y otros se deshicieron, mientras que otros simplemente desaparecieron sin dejar rastro. El número de muertos estaba más allá de su habilidad de calcular. Y terminó pensando en los zentraedis de la Tierra –en los micronizados que se estaban esforzando por adaptarse a una nueva cultura y en los malcontentos que vagaban por los eriales en busca de nuevas guerras. Con la derrota de Reno (según Exedore), la raza iba a estar cerca de la extinción. Era como si ellos supieran de algún modo que les había llegado su hora. Habían honrado su imperativa; habían perseguido a la fortaleza de Zor para sus Amos y habían hecho lo mejor que pudieron para recobrarla. Pero en verdad habían viajado por la galaxia para cumplir con una imperativa mayor: habían venido a la Tierra para morir.
–Lord Breetai –dijo Exedore–. Las tropas restantes están de acuerdo en rendirse. Su voz no dio muestras de tristeza por la aniquilación casi total de las fuerzas de Reno; en todo caso, llevaba un asomo de alivio. El reino de su comandante ahora era supremo –como siempre debió ser, con o sin la matriz de protocultura. Breetai estaba sentado en la silla de mando. –Haz que los prisioneros sepan que nosotros aceptaremos felizmente a todos los que deseen unirse a nosotros –declaró con suntuosidad. Exedore habló en el micrófono de su estación de trabajo. –Lord Breetai extiende sus saludos a todos los prisioneros zentraedis. Además, es su deseo extender un perdón total a aquellos que deseen unirse en las Fuerzas Unidas bajo su mando. –Nuestra victoria puede muy bien marcar el alba de una nueva era en las relaciones galácticas –anunció Breetai, ahora de pie. Su nave ya se estaba acercando a la fábrica satélite robotech; esta era un molusco bioluminiscente en la oscuridad del espacio, con cordones de luces que lo envolvían como un adorno de Navidad. Habían ganado el premio. Y si esas tropas derrotadas arrodilladas no eran testimonio suficiente de la victoria, uno sólo tenía que mirar ese campo de mecas y vestigios de cruceros aparentemente ilimitado a través de la que su nave se movía, los remanentes de la última flota zentraedi que quedaba. Traducido por Laura Geuna |