Saga Macross - Doomsday

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Capitulo 2

A lo largo de los territorios por los que viajamos (la porción sudoeste de lo que una vez fue los Estados Unidos de América) se podían encon-trar los cascos agujereados de los buques de guerra zentraedi elevándose como torres monolíticas desde los eriales irradiados y asolados... En la base de uno de esos recordatorios apocalípticos está sentado el esqueleto de un soldado zentraedi con las piernas cruzadas, casi en una pose de meditación tranquila, todavía vestido con su armadura y sus bandoleras, y una insignificante muñeca de Minmei en su gran mano blindada.

Dr. Lazlo Zand, Así en la Tierra como en el infierno: recuerdos de la Guerra Robotech.

–¡Por consiguiente concluimos, basados en la información disponible, que los humanos y los zentraedis descienden de los mismos antepasados!

Exedore se reclinó en la silla de espaldar recto de la cámara para lanzar una mirada alrededor de la mesa redonda mientras ellos absorbían el peso de su declaración. La exposición continua al sol de la Tierra en estos últimos dos años había puesto unos tonos malva fuertes en su piel y su pelo se había vuelto rojo ocre.

A su derecha inmediata estaba el austero profesor Zand, una figura oscura que había surgido de la elite robotech de Lang; a la derecha de Zand había dos zentraedis micronizados como Exedore y que vestían los mismos uniformes azul y blanco de las Fuerzas de Defensa Robotech. Del otro lado de la mesa en el sentido del reloj, a la izquierda de Exedore, estaba Claudia Grant, la primer oficial de la SDF-2 –guapa e inteligente representante de la raza negra de la Tierra–, los comandantes Lisa Hayes y Rick Hunter (hechos el uno para el otro, Exedore lo decía a menudo), y el almirante Gloval, serio como siempre.

La rica calidez dorada del sol de la Tierra entraba a raudales en la fortaleza a través de dos bancos de claraboyas opuestas entre sí en el techo catedralicio de la sala de conferencias.

Exedore había estado trabajando codo a codo con el Dr. Emil Lang y varios otros científicos de la Tierra para descifrar algunos de los numerosos documentos que Zor pensó en poner a bordo de la SDF-1 más de una década atrás. Pero su anuncio de la similitud terrestre y zentraedi fue el resultado de una extensa serie de pruebas y evaluaciones médicas. Ya no se aplicaba la distinción entre humano o zentraedi; de hecho, empezaba a parecer que había existido –perdido en algún lugar del tiempo– una raza antepasada común a ambos.

Exedore notó que los terrestres aceptaban esto con menos entusiasmo de lo que podía esperarse en otra situación. Quizás, especuló, se debía a que ellos seguían reproduciéndose de la forma natural, mientras que los zentraedis habían abandonado hace tiempo ese método inseguro por la seguridad de la manipulación genética. En idioma terrestre la palabra era “clonar”; el término zentraedi equivalente más próximo al inglés era “ser”.

En los documentos los esperaban nuevos descubrimientos, sobre todo en el último lote de videotransmisiones que se destapó. Exedore todavía las tenía que ver, pero había indicios de que iban a proporcionar las respuestas a las preguntas sobre de los orígenes históricos de la raza zentraedi, respuestas que también podrían echar luz sobre los orígenes de los terrestres. Toda la evidencia apuntaba a un origen extraterrestre, un tema calurosamente debatido por los científicos de la Tierra, la mayoría de los cuales creía que la raza humana evolucionó de una especie de primate arbóreo que había vagado por el planeta millones de años atrás.

Pero aunque todas estas respuestas protohistóricas estaban llegando con rapidez, el paradero de la matriz de protocultura que Zor había construido en la nave seguía siendo un misterio. Exedore, Breetai, Lang y los otros no habían dejado ni un lugar sin investigar; ¡y Zand hasta había sugerido que la protocultura se estaba escondiendo!
Las respuestas al anuncio de Exedore fueron variadas: El deformado nomo zentraedi oyó la inhalación brusca de Claudia y el “ajá” de Lisa Hayes, expresado de forma que sugería que ella no había esperado menos. El comandante Hunter, por otro lado, estaba sentado con los ojos bien abiertos con un poco de miedo –era la personificación de cierta mentalidad xenófoba que saturaba a las culturas terrestres.

Gloval asentía con la cabeza sin decir nada. Su birrete blanco de comandante estaba bajo sobre su frente para que Exedore no pudiera leer sus ojos.

–Por eso, almirante –continuó Exedore, apoyándose en la mesa–, hay pocas dudas... nuestra composición genética apunta directamente a un punto común de origen.

–¡Eso es increíble! –exclamó Gloval.

–¿No le parece? Mientras examinábamos los datos, notamos muchos rasgos comunes, incluso una propensión por parte de ambas razas a gozar de la guerra.

Esto trajo reacciones sobresaltadas en el lado terrestre de la mesa.

–Sí –dijo llanamente Exedore, como para anticipar cualquier argumento antes de que ellos tuvieran una oportunidad de explotar–. Ambas razas parecen disfrutar de hacer la guerra.

Rick Hunter contuvo la respiración y contó hasta diez.

¿Cómo puede el zentraedi creer sus propias palabras –se preguntó–, cuando fue el amor y no la guerra lo que condenó a los zentraedis a la derrota?

La raza zentraedi había empezado todo el conflicto, y Rick tenía la sospecha de que esta declaración de Exedore era su forma de permitirse salir del anzuelo.

Exedore parecía estar disfrutando su supuesto estado micronizado y Rick sospechaba, además, que esto tenía más que ver con un nuevo sentido de poder que el hombrecito había ganado, que con explorar la nave en busca de esta fábrica de protocultura que todavía tenía que aparecer. Exedore no podía soportar admitir ante sí mismo que sus comandantes habían emprendido una guerra por algo que ni siquiera existía; ellos casi habían llevado a ambas razas a la destrucción mientras perseguían un ganso que se suponía ponía huevos de oro. De verdad, esta era la saga que iba a quedar en su historia como una leyenda: la persecución de una nave que supuestamente contenía los secretos de eterna juventud, la captura de algo completamente hueco.

Rick miró fijo en los ojos precisos y sin pupilas de Exedore. No le gustaba la idea de ver a Exedore hundiéndose en cada escondrijo de la fortaleza, actuando como si fuera más de su propiedad que de la Tierra. Un momento atrás el zentraedi pareció haber estado evaluándolo, bien consciente del efecto de sus palabras. Rick no iba a decepcionarlo.

–Bien, con todo el respeto debido –comenzó con acidez–, yo no estoy de acuerdo. Nosotros no luchamos porque nos guste... luchamos para defendernos de nuestros enemigos. Por eso, bajo las circunstancias no tenemos ninguna elección en la materia. ¿Entiende?

La mano de Rick se ovilló en un puño. Lisa y Claudia lo miraron con sorpresa.

–Tonterías, comandante –dijo el profesor Zand, que tenía los ojos marmóreos igual que el Dr. Lang. Se puso de pie aplastando las palmas en la mesa para dar presión a su punto–. Siempre hubo guerras en marcha en alguna parte de la Tierra, incluso antes de la invasión del espacio. Yo pienso que esto indica con claridad la naturaleza bélica de los humanos.

Otro simpatizante de los zentraedis –pensó Rick–. Y que también habla como un extraterrestre.

Él empezó a tartamudear una contestación, sintiéndose siempre desarmado cuando iba contra los académicos, pero Zand lo interrumpió.

–Un ejemplo perfecto: mire lo que pasó en la Tierra cuando los pacificadores hicieron su mejor intento por prevalecer. Formaron la Liga de las Naciones y las Naciones Unidas, ¡y las dos fallaron!

Rick se puso de pie para enfrentarlo. ¿Qué tenía que ver todo esto con humanos que disfrutan de la guerra? Lo más que podía permitir era que algunos humanos disfrutaban la guerra, pero no la mayoría. La mayoría disfrutaba... el amor.

–No puedo creer que haya simplificado los hechos así –gritó Rick–. ¡Prácticamente está reescribiendo la historia!

–Los hechos, señor, no mienten –dijo Zand.

Rick estuvo a punto de saltar sobre la mesa y para convencer al hombre, pero Exedore le ganó de mano. Fijó a Zand con su mirada macabra y dijo:

–Nosotros simplemente le estamos diciendo los resultados de nuestro mejor análisis de datos. Por favor, no interponga sus opiniones.

Así que cuando nosotros tenemos algo que decir, es una opinión, y cuando ellos tienen algo que decir, es un hecho –pensó Rick, refrenándose.

Gloval se aclaró la garganta como para decir algo.

–Fascinante... Así que todos nosotros descendemos de la misma raza, ¿no es cierto? ¿Y quién puede decir en qué dirección nos estamos dirigiendo todos? Puede que nunca lo sepamos...

Rick se replegó en su asiento, mirando fijamente el espacio.

Sin importar lo que pase –pensó–, nunca deberemos permitir que nos volvamos como los zentraedis, desprovistos de emoción... nada mejor que robots. ¡Nunca!

 

La sala de conferencias, escenario del informe de Exedore, estaba ubicada en el nivel 34 de la nueva fortaleza, llamada SDF-2, que la habían estado construyendo a la par de la propia Nueva Macross. La fortaleza espacial era una copia virtual de la SDF-1 y actualmente estaba sentada de espaldas a ella, unida a su antecesora por cientos de corredores de traslado y servicio, en el centro del lago artificial redondo conocido ahora como Gloval, en honor al almirante. Las mesetas áridas y altas del noroeste de América del Norte parecían idealmente apropiadas para la reconstrucción de la ciudad que una vez había crecido dentro de la súper forta-leza dimensional original. El área estaba fría en comparación a la radiación residual de los corredores costeros devastados, el agua pura era bastante abundante, el clima era templado y no había escasez de espacio. Como resultado, la ciudad creció rápidamente, prosperó y se extendió desde el lago formando un bosque en expan-sión de rascacielos, edificios altos y barrios suburbanos prefabricados. En los dos años desde su fundación, la población de Nueva Macross aumentó un décuplo, y se la consideraba (aunque no estaba reconocida oficial-mente como) la ciudad capital de la Tierra.

Nueva Macross tenía su cuota de zentraedis, aunque casi no tantos como las ciudades que habían crecido en los lugares del continente en que los extraterrestres se estrellaron –Nueva Detroit y la vecina Ciudad Monumento a la cabeza entre ellas. Los zentraedis gozaban de menos libertad que los humanos, pero esto se concibió como una medida temporal para permitir un reajuste y una aculturación gradual. La mayoría de los zentraedis habían optado por la micronización, pero muchos retuvieron su tamaño original. Sin embargo, el control de las cámaras de conversión de protocultura cayó bajo la jurisdicción del gobierno militar, la Fuerza de Defensa Robotech, además conocida como Gobierno de las Fuerzas Terrestres. Se alentaba a la micronización, pero a un zentraedi previamente micronizado raras veces se le permitía el retorno a su tamaño normal. Esto había dado lugar a un movimiento separatista, liderado por Ciudad Monumento, que defendía la creación de estados libres autónomos zentraedis. Las críticas de estas propuestas apuntaban a los crecientes incidentes de levantamientos zentraedis como justificación para mantener el statu quo. El deseo de sangre innato que le hizo ganar a los zentraedis su reputación de guerreros temibles no siempre fue tan fácil de superar y controlar.

En las fábricas del sector industrial de Nueva Ciudad Macross, los humanos y los extraterrestres trabajaban juntos para forjar un futuro unido. A los zentraedis les gustaba trabajar, ya que durante su larga historia de esclavitud a la guerra no habían tenido una experiencia previa con este. Labor manual o línea de ensamble les daba lo mismo. Los gigantes arrastraban cargas enormes de madera y materias primas desde los eriales, mientras que sus hermanos micronizados trabajaban en las mesas de ensamble completando componentes electrónicos o agregando chips de protocultura a los paneles de circuitos robotech –chips que se habían resca-tado de las naves arruinadas que marcaban el paisaje.

Pero en este día en particular había tensión en el aire. Desacostumbrados a una vida sin guerra, algunos de los extraterrestres estaban empezando a cuestionar la nueva vida que habían escogido para ellos.

Utema era uno de ellos. Un Goliat pelirrojo de contextura enorme que había servido bajo Breetai, había trabajado en Nueva Macross durante dieciocho meses, primero construyendo torres de acero en el centro poblacional microniano, después aquí, peinando el campo en busca de materiales utilizables. Pero en una de estas correrías se había tropezado con un campamento de antiguos guerreros que habían abandonado la forma de vida microniana, y desde entonces había contenido un enojo que no podía articular. Un impulso de destruir algo... ¡cualquier cosa!
Sus ojos se habían enfocado en uno de los camiones de la fábrica que estaba estacionado en el patio cercado, un inofensivo camión cisterna que se usaba para el transporte de combustibles. Se le acercó y le dio una patada; experimentó una emoción perdida hacía mucho tiempo cuando el vehículo de juguete explotó y estalló en llamas.
Los obreros que trabajaban en sus estaciones dentro de la fábrica oyeron el bramido de Utema.

–¡Renuncio! ¡No puedo soportarlo! ¡Renuncio! ¡Esto es estúpido!

La explosión había vuelto a encender su rabia. Permaneció con los puños cerrados y buscó algo más para demoler, ignorando las protestas de su compañero gigante. Los dos se habían enfrentado.

–Es peor que estúpido... ¡es degradante! –rugió Utema–. ¡Ya tuve suficiente!

Le dio una violenta patada de costado a una pila de vigas y un grito gutural marcó su veloz movida.

–Cállate y no interfieras –le advirtió a su compañero–. ¡Me voy!

El segundo gigante no hizo ningún movimiento para detener Utema cuando pasó sobre el cerco alambrado y se dirigió hacia el erial. Otros dos habían llegado a la escena, pero ellos también lo dejaron ir.

–¿Pero a dónde vas? –gritó uno de ellos–. ¡Utema... vuelve! ¡No sobrevivirás ahí afuera!

–¡Eres tú quien no sobrevivirá! –gritó Utema, apuntando con su dedo–. ¡La guerra! ¡La guerra es lo único que nos salvará!

 

Minmei estaba parada aceptando el aplauso en la luz del reflector de un club nocturno de Ciudad Monumento, vestida con un atuendo ligero azul que tenía los hombros descubiertos. Ni siquiera se acercaba a un lleno total y, defraudada por la concurrencia, ella no había asumido su mejor espectáculo. No obstante, esos pocos que habían podido pagar los boletos aplaudieron sin control, ya sea por respeto o por cortesía, ella no estaba segura de cual. Quizás se debía a que la mayoría de sus seguidores raramente sabían cuándo era mala su actuación –ella misma era su crítico más exigente.

La luz era una cortina calurosa y cómoda de la que ella no quería salir.

Kyle la estaba esperando detrás del escenario en el gran camarín casi desamueblado, apoyado contra la pared con los brazos cruzados y aspecto malhumorado y enfadado. Estaba vestido con pantalón vaquero y una chaqueta de pecho estrecho con colas. Ella pudo ver que él había estado bebiendo y se preguntó cuándo pasaría a su número de Jekyll y Hyde de nuevo. Sin duda él había captado todas sus notas desentonadas, los cambios de tiempo y las palabras erradas.

–Hola –ella lo saludó con remordimiento.

–Eso fue terrible –le soltó Kyle, sin ningún preámbulo. Iba a ser una mala noche, quizás tan mala como la noche en que él le había pateado una botella.

–Lo siento –le dijo mecánicamente, se dirigió directamente hacia el tocador y se sentó en uno de los taburetes tapizados para sacarse el maquillaje.

Kyle permaneció en la pared.

–Me preocupa ese concierto de caridad de mañana... si va a ser así.

–Estaré bien –le prometió, mirando sobre su hombro–. Esta noche había tan pocas personas que realmente me sorprendió. No te preocupes, mañana estaré bien.

–Este es un club de categoría –persistió Kyle–. Decepcionamos a nuestros clientes.

Ella suspiró. Él no iba a dejar las cosas así. Ella ya no podía hacer nada bien. Él constantemente la estaba sermoneando y trataba de cambiar su comportamiento.

–Lo sé –dijo con docilidad, sinceramente deprimida; no por defraudar a Kyle sino por dar menos al público de lo que podía.

–Bien, ya no hay nada que podamos hacer sobre eso ahora... el daño está hecho.

Ella empezó a aplicarse crema en la cara.

–Podrías haber reducido un poco el precio de admisión, ¿no?

–Se obtiene lo que se puede –dijo Kyle a la defensiva, agitando su puño contra ella o contra el mundo, ella no supo a cual. Él se le acercó–. Y después, no te olvides, mi querida... compartiremos el monto que ganemos con todas las personas pobres, ¿correcto?

Su voz de reproche estaba llena de sarcasmo y furia, y sugería que ella era de algún modo la culpable de sus acciones: él tuvo que aumentar mucho los boletos porque ella fue la que insistió en dividir todas las ganancias con los necesitados. Kyle casi no sabía que ella habría trabajado feliz sin ninguna ganancia. Ya no parecía correcto trabajar por dinero con tanta necesidad, tanta tristeza y miseria en lo que quedaba del mundo de todos.

–¿Entonces por qué no damos todo el dinero a la caridad? –preguntó ella, enfrentando su mirada–. Nosotros tenemos suficiente.

Kyle ahora estaba arrodillado al lado de ella; todavía había furia en sus ojos, pero un nuevo tono de conciliación y paciencia en su voz. Le puso las manos en los hombros y la miró a la cara.

–Así es, pero no lo suficiente para hacer realidad nuestros sueños. ¡Seguro puedes entender eso!

–Sí, pero...

–Nosotros nos prometimos que íbamos a construir una gran sala de conciertos algún día y que allí íbamos a realizar todo nuestro trabajo... ¿correcto?

Ella quiso recordarle que ellos habían hecho esa promesa hace años, cuando tales cosas eran posibles. ¿Una gran sala de conciertos ahora, en medio de este páramo, con las cosas a medio reconstruir y grupos aislados de personas que trabajan la tierra y que nunca se alejan a diez kilómetros de casa? Pero ella no tenía la energía para discutir con él. Podía imaginar el tono acusatorio de su voz: Tú eres la que debe entender sobre los sueños... tú tuviste tantos...

–Ahora, límpiate –le ordenó Kyle mientras se ponía de pie–. Después de que te vistas, te llevaré a cenar, ¿de acuerdo?

–No tengo mucha hambre, Kyle –le dijo.

Él giró hacia ella y explotó.

–¡De todas formas vamos a comer! Traeré el automóvil.

La puerta se cerró de golpe. Ella se prometió que no iba a llorar y siguió trabajando en quitarse el resto de maquillaje; tenía esperanza de que él se calmara un poco para cuando se lo encontrara en la puerta lateral. Pero eso no pasó.

–Ven, entra –le ordenó, abriendo la puerta del pasajero del automóvil deportivo.

Ella frunció el ceño y se deslizó en el asiento de cuero. Kyle aceleró antes de que ella cerrara la puerta y cuando dejaron el club salió echando humo. Él sabía que ella odiaba eso casi tanto como odiaba al auto en sí –un auto deportivo todo terreno de tracción frontal dual, siempre sediento de combustible y que simbolizaba todo lo que ella detestaba del viejo y nuevo mundo: la idea de privilegio, el estado, los tener y no tener.

–¿Dónde te gustaría comer? –dijo Kyle con desagrado, haciendo rebajes con el vehículo.

–En el restaurante de tu papá. No hemos ido allí en mucho tiempo.

–No quiero ir ahí.

–¿Entonces por qué insistes en preguntarme dónde quiero comer, Kyle? ¡Sólo déjame bajar e iré sola!

–¿Oh? –empezó a decir Kyle, pero se tragó el resto cuando se dio cuenta de que Minmei había abierto la puerta. Una camioneta que venia de frente los esquivó y les pasó muy cerca cuando Kyle dio el volantazo hacia la izquierda para introducirla de vuelta en el vehículo. Pero giró demasiado para salir del coletazo y terminó en un trompo que lo puso en contramano. El auto pasó por varios deslices más antes de que pudiera frenar seguro y detenerse en una loma. Después se apoyó sobre el volante y exhaló ruidosamente. Cuando habló, todo el enojo y el sarcasmo lo habían dejado.

–Minmei... pudimos habernos matado...

Minmei ni siquiera estaba agitada por el incidente porque había logrado algún propósito.

–Lo siento, Kyle. Pero en serio voy a ir allá, aun cuando tenga que caminar –abrió la puerta de nuevo y empezó a salir–. Adiós.

–No, espera –la detuvo–. Vuelve al auto.

–¿Por qué debería?

–Yo... yo te llevaré hasta el límite de la ciudad.

–Te lo agradezco tanto, Kyle –dijo y se volvió a sentar.

 

A poco del horario de cierre, las puertas del Dragón Blanco reconstruido se abrieron cuando Minmei se acercó. El restaurante, que todavía era el centro de la ciudad como lo había sido en Isla Macross y después en la SDF-1, estaba lleno incluso a esta hora tan tarde.

–¡Hola! Estoy aquí –gritó, alegre de nuevo; la discusión con Kyle ya había quedado atrás.

La tía Lena estaba limpiando. Tommy Luan, el alcalde de Macross de pecho redondo, y su anticuada esposa, Loretta, estaban tomando el té.

–¡Oh, volviste! –dijo Lena; una sonrisa calurosa se extendió por su cara, la madre que Minmei había perdido.

–¡Eh! –vociferó el alcalde, igualmente feliz de ver a su creación extraviada.

Ella saludó a Lena con un abrazo.

–¡Bienvenida de vuelta, querida! ¿Pero no deberías estar ensayando para tu concierto? –Minmei era la hija que Lena nunca había tenido, y al mismo tiempo, un reemplazo para el hijo que parecía haber perdido.

–Ajá –le dijo Minmei y abandonó el tema–. Señor alcalde, ¿cómo está?

–Estoy bien, Minmei.

–Es bueno verte, querida –dijo su tiesa esposa. Era una cabeza más alta que su marido y tenía una cara larga, casi enflaquecida, marcada por una barbilla prominente. Usaba su pelo castaño rojizo ondulado tirado hacia atrás en un rodete poco atractivo y mantenía el cuello de su blusa cerrado firmemente con un gran broche azul.

Loretta y Tommy eran una pareja casi tan inverosímil como la ágil Lena y el petizo Max, quien estaba saliendo de la cocina con su delantal y su sombrero de cocinero todavía puestos.

–Eh, Minmei –dijo con lentitud.

–¡Tío!... ¿Está bien si me quedo aquí con ustedes esta noche?

–¡Claro que está bien! Mi niña, hasta puedes usar tu viejo cuarto otra vez.

–Oh, gracias, tío Max –dijo Minmei, repentinamente dominada por un sentimiento de amor hacia todos ellos, feliz de estar de vuelta en el redil, lejos de las luces, de las multitudes, de la atención... de Kyle.

–¿No es genial? –clamó el alcalde–. ¡Ella no ha cambiado nada, incluso después de hacerse famosa!

Tres clientes masculinos habían dejado su mesa para rodearla, preguntaron qué era lo que estaba haciendo ahí y aprovecharon la naturaleza casual de su visita para pedirle autógrafos.

–El éxito no estropeó a nuestra Minmei.

–Ella todavía es nuestra muchachita –dijo Max.

Y así era como ella quería sentirse en ese momento: ser la mimada en vez de ser la que siempre tenía que mantener las cosas en movimiento.

–¡Oh, no! –dijo riéndose–. ¡Eso me hace parecer como una criatura que no ha crecido en absoluto!

–¡Oh, no quise decir eso! –Max se retractó, uniéndose a la risa.

Después de firmar autógrafos y comer algo –Lena se negó a aceptar un no como respuesta–, Minmei se excusó y subió a su cuarto. No hubo preguntas sobre Kyle; era como si él ya no fuera parte de la familia.

Lena y Max no habían cambiado nada, ni siquiera después del traspaso del restaurante desde la bodega de la fortaleza dimensional; ellos tuvieron que volver a poner todo donde había estado –hasta la absurda cabeza de conejo rosa que llevaba su nombre y que ella había clavado en la puerta.

Una vez dentro, un diluvio de recuerdos empezó a agobiarla.

Su primera noche en este mismo cuarto cuando llegó a Isla Macross desde Yokohama, la vista que el balcón de estas mismas ventanas tenía de la SDF-1 reconstruida; la celebración del Día del Lanzamiento y la locura que había ocurrido. Los años en el espacio y los raros giros del destino que le habían traído la fama... Y a través de todo eso vio a Rick viajando junto con ella, acompañándola, aunque no siempre a su lado.

Levantó la vista hacia el rincón del cuarto que dañó el Battloid de Rick el día que el destino le había lanzado una curva. Habían reparado la cornisa del cuarto, pero el lugar nunca pareció retener la pintura por mucho tiempo, como si la mancha hubiera decidido revivirse.

Minmei cruzó hacia su escritorio, abrió uno de los cajones y recuperó el regalo que Rick le había dado hace más de tres años en su decimosexto cumpleaños. La Medalla de Honor de titanio que él recibió después de la batalla de Marte. Recordó cómo él había aparecido bajo su balcón apenas unos minutos antes de la medianoche y le había arrojado el regalo.

–Ella dice lo que yo no puedo decirte –le había dicho Rick en ese entonces.

El recuerdo le calentó el corazón, derritiendo algo de la tristeza alojada ahí. Pero de repente se sintió lejos de la alegría y del amor de esos primeros tiempos; algo dentro de ella estaba en peligro de morir. Sollozó y sostuvo la medalla cerca de su pecho.

–¿Oh, Rick, qué he hecho?

Traducido por Laura Geuna
www.robotech.org.ar

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